4 de enero de 2014

México entre olores e imaginación

El primer sábado de este 2014 recién inaugurado, mientras pasábamos unos días familiares de esos que la vida universitaria en otra ciudad no te permite disfrutar, en la casita del pueblo que huele a chimenea y desde la que se oye el mar cuando hay silencio, escuchaba en la radio a una escritora que, en su labor investigadora para contextualizar la historia de su última novela, había viajado hasta México. Lo describió con la literatura que los escritores utilizan a menudo, haciendo a todos los lectores y, en este caso, oyentes, trasladarse hasta ese lugar que ellos han descubierto y que nosotros creemos descubrir gracias a ellos. Mientras repasaba los lugares que había visitado, pasando de las grandes ciudades a los desiertos de la frontera con Estados Unidos, comentó que México era olor; México tenía vida gracias a los olores. Y me hizo soñar. Ví a mi yo en un futuro paseando por las calles del D.F. esquivando a saltos las salidas de humo de los restaurantes, al tiempo que pasaba frente a escaparates y cafés atestados; cruzando pasos de peatones mientras dejaba atrás puestitos de comida rápida en las calles, donde algunos turistas y ciudadanos formaban una pequeña cola; doblando esquinas que daban a una calle sin salida donde había entre dos y cuatro restaurantes con sus respectivas terrazas. Me ví también visitando pueblos del interior, bastante más humildes, con sus habitantes apostados en los porches de sus casas o, en su defecto, sentados en una silla a la sombra del edificio, observando todo a su alrededor, mientras muchas mujeres preparaban a los fogones los platos para toda la familia. Comí en restaurantes con varias personas más en una mesa alargada, con olor a sol y a picante; me fui al desierto en una furgoneta en la que me ofrecieron subir y comí acompañada en una cantina de carretera. Saboreé pozole en Guerrero, pan de Oaxaca en una de mis meriendas en Sonora, el regusto de la naranja de la cochinita pibil en un bar más que recargado de adornos en Yucatán, comparé la barbacoa que mis padres hacen en la casa del pueblo con la que probé en Hidalgo, contrastando sabores y emociones, también hice colas en los puestos de la calle, donde compré tacos de cinco rellenos diferentes, fajitas de pollo con verdura y tamales servidos en cucuruchos de cartón, para comérmelo todo sentada en uno de los muchos parques de la ciudad, mientras olía la vida mexicana. Cuando dejé de divagar, mi casa ya no olía a chimenea, olía a chile y a cabrito, a maiz y a tomate, a tabasco, a tequila y a limón, a pimientos jalapeños, a tortillas y a curry. También olí el guacamole y los frijoles charros, la salsa de nuez y el cilantro. Y cuando todos estos olores se fueron disipando, saliendo por una de las rendijas como en México se escapaban por las salidas de humo, agradecí a los escritores y a las palabras la fuerza que tienen para poner en marcha nuestra imaginación. Y a los tres en un conjunto les dije: "Algún día, amigos, viviré, comeré y oleré en México".

Mercado de Coyoacán

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